Por fin cerrado, pero lejos de aprobado. El acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y el Mercosur, negociado durante más de dos décadas, enfrenta su momento decisivo: la Comisión Europea quiere ratificarlo antes de fin de año, pero el pacto sigue empantanado en el barro de la política interna europea, las tensiones climáticas y las presiones del agro continental.
Firmado a nivel técnico en diciembre de 2024, el acuerdo crearía una de las mayores zonas de libre comercio del planeta, abarcando 780 millones de personas. Implica la eliminación de aranceles en más del 90% de los bienes comercializados entre los dos bloques, con beneficios multimillonarios: se estima que las empresas europeas ahorrarían hasta 4.000 millones de euros por año solo en aranceles.
Pero la firma no garantiza la paz. El verdadero campo de batalla está en la ratificación del acuerdo por parte de los 27 Estados de la UE. Francia se ha convertido en el principal opositor, encabezando un frente de países que desconfían del impacto que la apertura comercial con Sudamérica podría tener sobre los agricultores europeos. El reclamo es claro: temen una invasión de productos agrícolas más baratos y con menores estándares ambientales que los exigidos dentro de la Unión.
Macron no solo escucha a sus agricultores. También exige incorporar “cláusulas espejo” al acuerdo: reglas que obliguen a los exportadores del Mercosur a cumplir con las mismas normativas ambientales, sanitarias y de trazabilidad que los productores europeos. Pero desde Bruselas advierten que reabrir el texto para incluir esos cambios podría hacer naufragar todo el acuerdo. El comisario de Agricultura, Christophe Hansen, advirtió que cualquier intento de renegociar el pacto “podría ser fatal” para su implementación.
El dilema es geopolítico y comercial. Mientras la UE quiere reforzar su presencia internacional frente al avance de China y el proteccionismo estadounidense, los países del Mercosur —Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay— necesitan con urgencia mayor a mercados internacionales, especialmente para sus productos agrícolas. En ese marco, el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, presiona para que el acuerdo se apruebe durante la presidencia pro tempore de Brasil en el Mercosur. Incluso viajó a París para pedirle personalmente a Macron que apoye la ratificación.
Sin embargo, Francia no está sola en su rechazo. Austria, Irlanda y, recientemente, Polonia, gobernada ahora por un presidente nacionalista, también han expresado objeciones. Si el acuerdo es considerado “mixto” —como parece inevitable—, deberá ser aprobado por los parlamentos nacionales de los 27 países, un proceso largo y plagado de incertidumbre.
Del otro lado, países como Alemania, España y Portugal defienden el tratado como una oportunidad estratégica para Europa. Apuestan a que el acuerdo sirva como contrapeso ante el creciente aislamiento de otras potencias y como una muestra de compromiso con el multilateralismo en tiempos de crisis.
Mientras tanto, los agricultores ses, españoles y belgas siguen saliendo a las rutas. No solo protestan contra los altos costos y la burocracia verde: ahora también ven en el Mercosur un nuevo enemigo. Un símbolo de la globalización que vuelve a poner en jaque el viejo equilibrio entre el libre comercio, el desarrollo y la protección local.
El acuerdo está técnicamente cerrado, pero políticamente abierto. Y en Europa, ningún pacto está realmente firmado hasta que lo aprueban los votantes… o los tractores.
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