Hay que aguantar. Hay que aguantar. El mantra de Bernard Joseph cae como una gota de agua sobre la frente. No hay metáfora cuando la lluvia se filtra por el techo de esa sala oscura donde está la chimenea, en la parte más alta del buque. Ahora es de noche, la primera noche, pero todo empezó a la madrugada.
Viajar como polizón hacia otros mundos surgió como una avalancha. Su vida debía cambiar y rápido. Había dejado su casa de Tanzania a los 19 años y los meses que pasaron nada salió como lo esperaba. No podía seguir viviendo en la calle. Bernard dijo vamos y John, su compañero en las noches hostiles del viaducto, se sumó. Salieron sin más equipaje que una manzana verde para cada uno, medio litro de agua y una bolsa con glucosa en polvo para calmar el hambre. Cerca de las 3 de la madrugada, cuando empezaron la fuga de África, ni siquiera sabían si lograrían colarse en algún barco.
La barrera inicial fue la pared del puerto. Bernard y John la saltaron y vieron a un gigante de acero en uno de los muelles. Eligieron el área de embarque de los petroleros. La parte donde se cargan las frutas tiene muchos controles y se cuidan de los invasores. La de contenedores es muy peligrosa, no hay pasillos por donde esconderse y muchos jóvenes que lo intentan terminan muertos o aplastados. Bernard apostó a un buque tanque, como le dicen a los que transportan combustible.
Notó la bandera amarilla y la altura del mar sobre la línea de flotación. Dos señales de que ya estaba cargado y listo para salir. Podían tener dos o tres días de espera pero no más que eso. Él había aprendido esos pocos datos útiles en algunos trabajos aislados que hizo en el puerto y sobre todo con las historias de polizones que contaban sus compañeros. Igual, no había mucho más para pensar. Aprovecharon que no había guardias en el muelle y corrieron.
Se metieron entre los hierros. Vieron las luces prendidas en la zona de camarotes pero no había nadie en los pasillos. Subieron una escalera y después otra. Treparon hasta el piso más alto de la popa. Vieron una puerta de una habitación algo alejada del resto. El último rincón del viejo mundo, o el primero del nuevo.
Cuando entraron una máquina estaba encendida y latía de fondo. Fuuu. A un costado, la chimenea. Un hueco les permitió meterse detrás del equipo de aire de un metro y medio de alto que no paraba de sonar. Fuuuu. Apenas había lugar para sentarse en cuclillas. Rodillas al pecho. Fuuuuu. Los ojos blancos flotando en esa habitación húmeda. Los cuerpos tímidos y toscos. El metro ochenta y pico y los 85 kilos de Bernard como un ovillo, un caracol temeroso. La adrenalina bajó.
Lo hicimos, pensó Bernard. Se lo dijo a John, también de Tanzania y un año menor que él. Habló bajito, para no ser escuchado.
–Kitu Na Box.
Esperaron. Pura ansiedad. La cabeza no da órdenes en esos momentos. Es un mar revuelto de emociones que en el fondo se reduce a directivas mínimas: no te muevas, no hables, no hagas nada. Se piensa con las tripas. De pronto, la puerta se abrió y descubrieron que hay distintas clases de frío. El del invierno africano que se cuela por debajo de la puerta, se envuelve con el que baja del techo perforado y el del equipo de aire; y también está el frío caliente que sube por el interior de la espalda y paraliza todo.
Alguien que ellos no llegaron a ver se asomó en la pieza pero no revisó en la parte de atrás, entre la máquina y la chimenea. Se fue. Al rato, algo se movió. Todo se movió y el barco zarpó. Los cálculos de Bernard no fallaron.
Una alegría tensa los inundó. No una felicidad; apenas una gracia. Un estado de alerta que termina para que empiece otro nuevo, igual de desconocido.
La luz que asomaba desde el techo los fue dejando. Empezó a llover.
Hay que aguantar. Fuuuuuu. Hay que aguantar. Fuuuuuuu.
***
El capitán del RM Power, Florin Filip, da la orden de zarpar del puerto de Matadi, en la República Democrática del Congo, este miércoles 3 de julio. Ya descargó las 19 mil toneladas de arroz y completó las planillas. Antes de partir, encarga a su tripulación revisar que no haya intrusos escondidos en el buque. La misión la toma el primer oficial Robert Racovita. Los dos son de Constanza, la ciudad rumana que mira al mar Negro. El capitán tiene 55 años y le lleva casi 20 a su segundo. Se conocen, ya trabajaron juntos.
El mediodía pasa. Racovita y el marinero de primera Vicente Siguan encuentran a dos jóvenes en el castillo de proa. El puerto es un hormiguero de containers que suben y bajan de otros barcos. Un oasis de actividad económica enclavado en un país condenado, pobre entre los pobres del mundo. Ese contraste implica un alto riesgo de polizones para los buques comerciales. Los marineros lo saben, los capitanes lo saben y los dueños de las compañías lo saben.
Los habitantes del ex Congo belga tienen una esperanza de vida de 60 años, un Estado débil y una economía saqueada. ¿Por qué no arriesgarse a huir de esa nación acribillada por las guerras civiles, con 4,5 millones de desplazados".
Los dos jóvenes se habían infiltrado en el puerto de Matadi con credenciales de trabajadores portuarios. Uno tenía documento: Nekebolo Nsuka, un congoleño de 26 años. Su compañero solo dijo llamarse James y haber nacido en Ghana.
Durante dos horas y media, desde las 15 y hasta las 17.30, la tripulación sacude la nave con una inspección furiosa pero sin encontrar a nadie más.
A las 19.25, comienza la carga de combustible en Pointe Noire. Al filo de la medianoche, el RM Power vuelve hacia el práctico de Banana para bajar a los polizones. Los devuelven a la República Democrática del Congo, país donde habían abordado.
Las olas del amanecer del sábado portan malas nuevas para el capitán. A las 8, le notifican que tres nuevos intrusos fueron encontrados en la bodega de carga n° 1. Filip repite el procedimiento: avisa a la Compañía y al seguro. ¿Cómo aparecían esas personas cuando ya no las buscaban si es que alguna vez buscaron y si es que, acaso, alguien lo tomaba en serio en ese buque, su buque?
Nsimba Sakuba, de 26 años, Nzuzi Pierre, 24, y Motiamamca Nuyenda, de 26, habían burlado los controles del buque también en el puerto de Matadi. Por orden del capitán los dejan encerrados en el camarote de Suez. Los dos polizones encontrados el día anterior están en otra habitación desocupada.
–Mantengan la calma, yo voy a informar de esto a las autoridades– le dice Filip a la tripulación como si se hablase a sí mismo.
El buque llega al práctico de Banana pasadas las 11.30. No ingresa al puerto. Una embarcación se acerca y, en movimiento, suben las autoridades para llevarse a los cinco jóvenes denunciados.
El capitán se sienta a almorzar y espera un nuevo destino de sus superiores. Después, anota en el libro de navegación que zarpará rumbo a la Argentina. Debe cruzar el océano Atlántico, ingresar al Río de la Plata para luego subir por el Paraná y cargar maíz en el puerto de Dreyfus de General Lagos, al sur de Rosario, principal polo cerealero de la pampa húmeda y del mundo. Aún le esperan nuevas sorpresas en esta, la última misión de su vida.
Continúa con el segundo capítulo.
*Este proyecto periodístico fue seleccionado y formó parte del taller "Cobertura de la migración y su vínculo con el desarrollo sostenible", de la Fundación Gabo y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Fue, además, ganador del Premio Gabo 2022 en categoría Texto.
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