Ángel Di María vuelve a Rosario. Y no es solo un regreso futbolístico: es un acto de fe. Después de conquistar Europa, de bordar su nombre entre los grandes de la Selección Argentina, el pibe de Perdriel vuelve al club que lo formó, a la ciudad que lo vio nacer, al barro donde empezó todo. No vuelve por dinero ni por fama: vuelve porque hay cosas que el alma necesita cerrar en su lugar de origen.

Un año atrás, su vuelta fue saboteada por el horror. Las organizaciones narcoterroristas que siembran el miedo en Rosario desataron una ofensiva despiadada: asesinatos de inocentes, amenazas cobardes, incluso una cabeza de chancho enviada a su hermana. No querían que Di María regresara. No porque temieran a un jugador, sino a lo que él simbolizaba: belleza, esperanza, comunidad. Su regreso también rompe con el cerco del miedo.

Hoy, con esa herida aún abierta, Di María dice que sí. Firma con Rosario Central y vuelve como un campeón del mundo, pero también como un hijo que nunca se fue del todo. Su presencia en la cancha no solo eleva al club: enaltece a la ciudad. Cada pase suyo será una respuesta. Cada gol, una declaración. Vuelve la zurda mágica, pero también vuelve la idea de que todavía se puede creer, incluso entre el prejuicio y las cicatrices del pasado cruento.

Esta no es solo la revancha de un jugador. Es la revancha de Rosario. Porque en una ciudad que aprendió a convivir con el miedo, que llora a sus víctimas y resiste cada día, la vuelta de Di María es un grito de dignidad. Juega para Central, sí. Pero hoy, Rosario entero juega con él.