En el corazón de Argentina, la mayor cuenca lechera de Sudamérica, todas las mañanas la naturaleza nos regala un mismo ritual cultivado por colonos inmigrantes piamonteses y por tantos otros que bajaron de los barcos. La vendimia blanca se repite en procesión de madres Holando Argentina a las que las manos curtidas primero, y la precisión de la ciencia después, aprendieron a alivianar obteniendo el néctar de sus ubres para alimentar al mundo. Una vid de sabores puros con alto valor nutricional en proteínas, calcio, vitaminas y minerales: la leche, tan rica y natural con racimos de formas, texturas y aromas vertidos en las mesas como quesos, cremas, mantecas y hasta el dulce tan perfecto que solo él puede llevarla como apellido.
Las coordenadas marcan “Estancia Santa Catalina”, entre las localidades de Lehmann y Rafaela provincia de Santa Fe, lugar donde la receta magistral tuvo sus primeras páginas bajo la tinta de los abuelos Jorge Destéfani y Amalia Bogunovich, visionarios que siguieron el camino de tantos productores lecheros criando a la par que hijos con sapiencia, rodeos desde las buenas ideas. Y las vacas parieron y sus paridas siguieron igual proeza. Y el campo continuó creciendo al son del repiqueteo de patas en los charcos haciendo fila hasta el pequeño banco de madera y su balde, y del balde al tarro, y de la lechera a la cisterna, y de allí al camión dibujando polvo alejándose por el camino, como sueño que se despide en el poniente sabiendo que mañana deberá hacerse realidad una nueva procesión de fieles, hacia el templo donde rezar significa ordeñar.
Así llegó José María y junto a su compañera Claudia siguieron haciendo familia. La parra regaló sabores a modernidad con Rodrigo como encargado del tambo de tercera generación (nunca mejor dicho), Franco como el nuevo maestro quesero, Gonzalo su instructor y actual encargado de logística y Jesica dominando las cuentas, ya no con la tinta del abuelo en sus libros, pero sí bajo la misma consigna de que solo ahorrando con prudencia las cosechas se hacen certeza. Y vaya si lo fueron. Después de años trabajando un tambo tradicional, casi la mitad de 240 vacas, en un puñado de días comenzó el desafiante camino de la extracción robotizada, fruto de las flamantes instalaciones a la par del incansable tambo de papá y a pasos de la quesería de sus cuatro hijos.

Sobre tierras propias, hoy las vacas se alimentan a libre demanda en una explotación pastoril asegurando, bajo el modelo robotizado de tráfico autónomo, tanto bienestar del animal como de los colaboradores. “La idea es llegar al establecimiento y que no haya personas, solo animales comiendo, rumiando… que las vacas vayan a donde ellas quieran y que elijan cuándo ir a la extracción de leche”, afirma Rodrigo. Cada animal tiene su “personalidad”, con sus requerimientos nutricionales particulares, sanidad con trazabilidad por medio de un collar que registra todo su desarrollo, al punto que la computadora detecta cambios que pueden derivar automáticamente en tipologías o cantidad de ordeñes, y de ser necesario, notificaciones al celular. En su horario fisiológico cada vaca decide si dormir o comer, y cuando lo cree oportuno se dirige a la unidad robótica donde será ordeñada sin intervención humana.
La vaca entra empujando ella sola las puertas “oneway” (en una sola dirección) y en libertad de acción se dirige a la unidad robótica tentada también por alimento saborizado que la encanta. La máquina procede a limpiarle los pezones y colocarle las unidades extractoras mediante lectura de precisión. Así se inicia el proceso de succión y desvío de la leche hacia los toneles refrigerados al tiempo que el sistema toma todos los registros sobre calidad y cuantía. Mientras tanto, un par de brazadas más arriba la vaca consume su balanceado, dosificada por una tabla de alimentación. Después de sus 6 o 7 minutos en el box de ordeñe vuelve a la parcela de alfalfa, avena, raigrás o silo, y elige lo que quiere comer o si va al bebedero. En algunos tambos robots incluso tienen rolos rascadores automáticos que se activan por o.
Una quesería bien santafesina
Llega el turno de los maestros queseros, Franco y su mentor Gonzalo, quienes toman la producción directamente desde el tambo (a futuro estará conectada por cañería especial) a escasos metros de donde está la pequeña fábrica de quesos artesanales con marca propia, gracias al nombre acuñado allá lejos en el árbol genealógico, de quien además de regalarles el ejemplo, les legara una bonita sacra identidad para honrar semejantes añejados sabores con toques de modernidad: Quesos Santa Catalina.
“Para los productos que elaboramos, ya sea sardo, pategrás, cremoso, barra, mozzarella, entre otros, solo usamos leche de nuestro tambo. Nuestra producción es bastante acotada porque varían los litros de verano a invierno, pero nos adaptamos” narra Gonzalo, quien actualmente guía la distribución por canales de venta directa a particulares, comercios de cercanía y en un cálido y bien dispuesto punto de comercialización a las puertas de la petit-usina-gourmet.
“Poniendo en marcha estos robots vamos a tener insumos categorizados, es decir que vamos a poder seleccionar la leche que necesitamos por sus características particulares y por lo que pensamos que es mejor para nuestros quesos. Dependiendo de la variedad de sabores que necesitamos fabricar vamos a ver qué leche y de qué vaca nos vamos a valer”, concluye el maestro quesero.

“Eficiencia” en todos los aspectos del proceso es la palabra clave. “Hay tambos en funcionamiento hace varios años y está demostrado que en comparación con un tambo tradicional se llega a dar de tres a cinco o seis litros más, con la misma alimentación, no tocando mucho. Un tambo convencional está produciendo entre 24 y 26 litros, y los tambos robóticos están de 28 a 35 y hasta 36 o 37 litros”, Rodrigo afirma con énfasis y lo rubrica con una clara síntesis “Todo lo que es tecnológico y la inteligencia artificial están avanzando a pasos agigantados. Si nos quedamos en el tiempo no vamos a perdurar tanto. Creo que son decisiones empresariales y familiares que tomamos y que sabemos son arriesgadas, pero valen la pena. Hay que arriesgarse y no quedarse”.
Así el tambo del corazón productivo santafesino, cuna de la industria láctea cooperativista y minifundista, comienza a germinar sus frutos de una cuarta generación de racimos. Las uvas más pequeñas llamadas Emma, Cruz, Mirko y Ana Emilia prometen seguir escribiendo la bitácora de esta familia que entrega su savia blanca “del campo a tu mesa sin escalas”. Toda una promesa hecha realidad. Como la de ese puñado de visionarios innovadores que alguna vez hizo de un pequeño banquito de madera un tambo… Que hoy nos sorprende con sus brazos de acero bailando solos. Y que mañana sus vacas, aquella procesión de madres que ya ni charcos desearán taconear, tal vez hagan como los sueños… tal vez hasta quieran volar.
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