En el tablero de las grandes ligas tecnológicas, pocas jugadas resultaron tan audaces y determinantes como la adquisición de WhatsApp por parte de Facebook, hoy Meta. Fue una movida que trascendió la mera compra de una aplicación; se trató de la apuesta de una fortuna por el futuro de la comunicación, una inversión que definió el rumbo de una de las empresas más influyentes del planeta y que dejó a más de uno preguntándose: ¿qué hubiera pasado si Zuckerberg no se la jugaba?
Para entender la magnitud de esa decisión, tenemos que retroceder unos años. A principios de la década de 2010, el negocio de las telecomunicaciones en Argentina y el mundo seguía girando en torno a los mensajes de texto. Cada SMS era una fuente de ingreso para las operadoras, y el envío masivo era una constante en la vida cotidiana de millones. Pero, en algún rincón de California, dos ingenieros con visión, Jan Koum y Brian Acton, estaban tejiendo una alternativa que, sin saberlo, dinamitaría ese modelo. Ellos habían trabajado juntos en Yahoo! y, a pesar de sus frustraciones con el mundo de la publicidad, vieron una oportunidad en la comunicación directa y sin costo.
La génesis de WhatsApp fue simple: una aplicación de mensajería gratuita, que respetara la privacidad del y que se alejara del modelo publicitario. En un entorno donde las empresas buscaban monetizar cada interacción, esta filosofía era casi una herejía. Sin embargo, esa misma “herejía” fue la que les permitió crecer de forma exponencial. Los s, hartos de los costos y la invasión de la publicidad, encontraron en WhatsApp un refugio. La aplicación se volvió un murmullo constante en los colectivos, en los trenes, en los bares de Pichincha: “¿Tenés WhatsApp?”. Y así, de boca en boca, fue sumando s a una velocidad asombrosa. Para el 2020, ya eran 2.000 millones de personas las que la utilizaban en más de 180 países, con India, por ejemplo, concentrando 400 millones de esos s.
Pero el verdadero punto de inflexión llegó en 2014. Mientras WhatsApp crecía sin freno, había otro gigante rondando el nido: Google. Se rumoreaba con fuerza que la empresa de Mountain View también estaba interesada en hacerse con la app de mensajería. La competencia era feroz, y lo que estaba en juego no era solo una aplicación, sino el control de la atención global. Porque, seamos sinceros, ¿cuántos de nosotros revisamos cada correo electrónico con la misma urgencia con la que abrimos un mensaje de WhatsApp? Esa capacidad de ser leído, de generar una respuesta inmediata, era el verdadero tesoro.
Mark Zuckerberg, con esa mirada que siempre parece estar un paso adelante, lo entendió a la perfección. Él sabía que el futuro de la interacción digital pasaba por esa inmediatez, por esa conexión directa. La negociación fue sin dudas, de proporciones épicas, digno de un thriller económico. Se habló de ofertas y contraofertas, de cifras que mareaban y de reuniones secretas. Pero, al final, fue Facebook, con Zuckerberg a la cabeza, quien puso los 19.000 millones de dólares sobre la mesa. Una cifra que, para muchos, parecía una locura en ese momento, una jugada de alto riesgo que podría haber puesto en jaque la propia conducción de Meta si salía mal. Pero Zuckerberg tenía una convicción profunda: la atención de los s era el "nuevo petróleo", y WhatsApp la perforación perfecta para extraerla.
Pensemos en el contexto. En ese momento, Facebook ya era un gigante, pero su negocio se basaba principalmente en la publicidad dentro de su propia red social. WhatsApp, en cambio, ofrecía un modelo de comunicación puro, sin anuncios, y eso era precisamente su mayor fortaleza. Koum y Acton, los fundadores, siempre se mantuvieron firmes en sus principios. La privacidad y la ausencia de publicidad eran innegociables para ellos. Y Zuckerberg, en una muestra de astucia y pragmatismo, aceptó esas condiciones. No buscaba solo una nueva fuente de ingresos directos, sino la infraestructura que le permitiría mantener a sus miles de millones de s conectados, y, de paso, evitar que un competidor como Google se hiciera con ella.
¿Qué hubiera sido de Meta si no hubiera adquirido WhatsApp?
Es una pregunta que todavía resuena en los pasillos de las grandes corporaciones tecnológicas. Probablemente, la empresa de Zuckerberg habría tenido que invertir muchísimos recursos en desarrollar su propia plataforma de mensajería, enfrentándose a una competencia ya consolidada y a la difícil tarea de ganarse la confianza de los s en un espacio donde WhatsApp ya era amo y señor. Habría perdido una ventaja competitiva fundamental, y su hegemonía en el mundo digital, tal vez, no sería la misma. La jugada de Zuckerberg, en ese sentido, fue un golpe de timón estratégico que aseguró su posición dominante en el panorama de la comunicación global.
Para nosotros, los argentinos, el impacto de WhatsApp es innegable. Desde el grupo de la familia para coordinar el asado del domingo, hasta la comunicación con el almacenero del barrio o la organización de un evento, la aplicación se convirtió en una herramienta indispensable, en una extensión de nuestra vida cotidiana. Las pequeñas y medianas empresas encontraron en ella una forma directa y eficiente de interactuar con sus clientes, sin las complejidades ni los costos de otros canales. Hoy, más de 50 millones de negocios utilizan WhatsApp a nivel global, un testimonio elocuente de su poder como plataforma.
La historia de WhatsApp y su adquisición por parte de Meta es un manual de estrategias empresariales, pero también un relato fascinante sobre la anticipación del futuro. Koum y Acton vieron lo que las grandes empresas de telecomunicaciones no quisieron ver: que la gente quería comunicarse de forma gratuita y sin ataduras. Y Zuckerberg, con su ambición y su visión, supo capitalizar esa tendencia, ganándole la pulseada a otros gigantes y asegurándose un lugar privilegiado en la era de la atención. Es una historia que nos recuerda que, a veces, las apuestas más arriesgadas son las que terminan definiendo el juego.
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